13 junio 2006

A POR ELLOS

De todas las teorías que se barajan para explicar las pobres prestaciones de nuestra selección de fútbol en las grandes citas, hay una sorprendente: cada jugador es de su padre y de su madre, y no hay amor a la patria. Lo primero es una coartada estúpida. ¿Tiene algo que ver un futbolista alemán nacido en Rostock con uno de Munich? ¿Y un italiano de Nápoles con otro de Milán? Puede que los brasileños sean más homogéneos: han salido de las favelas y han hecho un máster en la calle y en la playa. El caso es que los ejemplos citados suman once campeonatos del mundo. Lo de la pluralidad de las gentes me parece una perogrullada en todos los órdenes de la vida, y si alguien lo duda, que asista a una reunión de mi comunidad de vecinos. Sobre el segundo aspecto, seamos serios, todos estos individuos tienen una patria común, que es el dinero, y poniéndonos sentimentales podríamos añadir la gloria deportiva (especialmente en el caso de un Mundial). Vale, Xabi Alonso, Puyol y Raúl pertenecen a realidades nacionales diferentes dentro de la hégira Zetapé, pero... ¿acaso no es el fútbol un lenguaje universal? En los clubes, ¿no se asocian los talentos de muy distinta procedencia para intentar ganar? El federalismo de nuestra selección no cuela. Entonces, ¿qué pasa? ¿Somos malos? ¿No tenemos dinero para comprar árbitros? ¿No nos metemos suficiente EPO? ¿Estamos acostumbrados a que las figuras foráneas saquen las castañas del fuego en los equipos domésticos, y a otro nivel nos tiemblan las piernas? Este año tenemos una excusa cojonuda: el previsible cruce en cuartos con Brasil. En fin, seamos optimistas por enésima vez, que para lamentarnos siempre hay tiempo, cuatro años hasta el próximo Mundial.

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