01 diciembre 2005
MALDITA ROWLING
He ido al cine a ver la cuarta entrega de Harry Potter. Sesión de tarde, lo que significa niños aullando. Claro que algunos se han callado de golpe cuando la pantalla les ha soltado el sopapo del tráiler del “King Kong” de Peter Jackson. Había una madre en la fila de delante con una criatura de dos o tres años que se ha garantizado noches de insomnio para los próximos seis meses. Y Potter no es, precisamente, Winnie The Pooh. Así que los críos han tenido taza y media de terror. Aunque reconozco que los hay muy duros (tanto, que me dan miedo a mí). Yo a las mías, de momento, les evito estos tragos. La película mantiene el buen nivel de la saga en su versión cinematográfica. Los libros son otra cosa. Me he leído los dos primeros, y los filmes son superiores. Pero centrémonos. La envidia insana me corroe. Quiero ser J. K. Rowling. No me trago la leyenda que circula sobre ella -eso de que escribía sus cuentos en servilletas de papel y que la historia de Potter se le ocurrió en un bar donde penaba sus miserias y soledades-. Rowling sabía lo que se hacía. Metió en una coctelera a Dickens, Tolkien y C. S. Lewis y añadió de su cosecha a un joven aprendiz de mago. Genial. Y, después, carril. Libros, películas, videojuegos, mercadotecnia, bolos por todo el planeta, premios... Ahora tiene más pasta que la reina de Inglaterra, aunque no es eso lo que le envidio. No. Le envidio que haya podido cumplir su sueño y comprar la libertad de hacer lo que le venga en gana.
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