Voy a dejar de fumar. No ha sido decisión mía, sino de los políticos, que se han puesto muy farrucos en la batalla contra el vicio. Qué pena. Ya no disfrutaré de esas inmensas humaredas que me han acompañado durante 18 años en la redacción, sobre todo en momentos de crisis (¡ah, ese 11-M y lo que vino después, jornadas de cuchillos largos respirando la nube tóxica en comunión con mis compañeros, cuántas crónicas inspiradas por la nicotina!). Nuestros ancestros guardaban la petaca en la papelera y cada lingotazo valía por una subordinada. Aquello se acabó. Ahora la peña consume botellas de agua mineral y, algún atrevido, coca cola light. Y nos quieren quitar el tabaco. ¿Cómo diablos pretenden que escribamos algo digno? Un periodista sin humo es un vulgar juntaletras, válgame el cielo. Ya no apestará la ropa al llegar a casa, ni tendré que colgarla en el tendedero para que se airee, ni podré tirarme el pisto con mi santa (es que mi curro es muy estresante, cariño, y los pitillos se chupan a paquete por hora). ¿Y las discusiones? “¡Cierra la ventana, que se me escarcha el moquillo!”. “¡Pues apaga el cigarro, coño!”.
“Desinamus quod voluimus velle”, escribió Séneca. Dejemos de querer lo que hemos querido.
Pues eso. Voy a dejar de ser fumador pasivo.
15 diciembre 2005
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