02 septiembre 2008

EL BOX (I)

"Esto es como un parto, pero más barato: las piedras no tienen boca que alimentar".
Mi médica de cabecera es la típica borde irónica. Sigo con ella después de muchos años porque despacha a los enfermos con rapidez, en especial a los imaginarios. Si te da cita a las 16:30 te recibe a las 16:30, no una hora después. Hoy me ha firmado la baja para que siga gestionando mis dolorosas contracciones en casa mientras me ve un urólogo. La cosa empezó hace una semana. No me lo tomé en serio, claro. Hasta que la madrugada del viernes pasado los pinchazos me hicieron retorcerme en la cama. A urgencias a un hospital público. Me entonaron y seguí sin tomármelo en serio. Incluso fui a trabajar. Y me vino un segundo arreón, más fuerte que el primero. "Ve a esta clínica, que está incluida en el servicio médico de la Asociación de la Prensa y es nueva. Habrá poca gente", me recomendó una compañera.
En efecto, el establecimiento es moderno y tiene los suelos pulidos, pero el facultativo de guardia tarda una hora en atenderme. Lo que sea que me roza y obstruye el uréter me está jodiendo a base de bien. Por fin entro en la consulta y el tipo me palpa el abdomen y los riñones. "Pase usted al box".
El box.
Me siento como un coche de F-1, pero necesito más que un cambio de gomas. Necesito un chute en toda regla. Llego a la sala en cuestión donde hay varios pacientes recibiendo tratamiento y una enfermera me hace un gesto con la cabeza para que ocupe una camilla. Está comiendo cheetos y haciendo un ruido asqueroso al masticar. Lleva el flequillo cortado a tazón (me parece que está de moda). Al rato se acerca a ponerme una vía. No me encuentra la vena en el brazo y mete el estoque en el dorso de la mano. Duele, joder. Luego viene una compañera y me toma la tensión. Si me estoy muriendo, no me lo dicen. Un envase de plástico empieza a gotear hacia el tubo conectado a mi torrente sanguíneo. Pasados veinte minutos alguien me da las buenas noches y casi me emociono. Es la señora de la limpieza, que deja un olor a desinfectante. Me miro la mano. Coño, el medicamento se ha acabado y mi sangre está empezando a subir por el tubito. Las enfermeras están sentadas detrás de un mostrador consumiendo snacks, mirando fotos en el ordenador y hablando de sus futuras vacaciones. "Me huele el culo a playa", dice la del flequillo. Intento avisarla, pero apenas me sale un hilillo de voz. Me siento en la camilla y saco fuerzas de flaqueza. "Perdona, pero estoy haciendo una donación de sangre sin querer...". La tipa cuenta hasta diez, se levanta, camina con parsimonia hacia mi posición y me dice, contrariada: "Eso pasa por haberte incorporado".
Tócate los cojones.
Después de enchufarme dos bolsas más de Dios sabe qué tengo las pupilas tan dilatadas que no veo tres en un burro, pero ya no siento dolor. Aparece una doctora con acento argentino y me dice que he sufrido un cólico nefrítico, que tome buscapina y beba dos litros de agua al día para eliminar la piedra.
No me han hecho una ecografía para confirmar el diagnóstico. Así que cuando regreso a casa, bastante colocado, por cierto, me imagino un canto rodado estragando mi estrecho conducto hacia la vegiga... y más allá.

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