En 3º de EGB el profesor nos calentaba las manos con Blancanieves cuando nos desmadrábamos. Blancanieves era una regla de plástico duro, flexible, silbadora e implacable.
En 5º de EGB tuve al mejor maestro: su autoridad emanaba de su paciencia y su provocación constante a nuestra inteligencia. Conseguía que nos picáramos entre nosotros para sacar las mejores notas.
En 2º de BUP la profesora de Física pasaba lista antes de dictar un examen. Al nombrarme le contestaba "¡presente!", y ella me decía: "Y tú... ¿a qué has venido?". Me suspendió unas quince veces seguidas.
En 3º de BUP jugábamos al mus en las últimas filas de la clase, entre efluvios de costo, mientras la Pepa, profesora de Literatura, trataba de explicarnos que el Quijote tenía dos partes: la primera parte y la segunda parte.
En la Universidad el profesor de Sociología perdió los exámenes en un puente aéreo. Quiso repetir la prueba, pero una delegación de la clase fue a su despacho y le dejó las cosas claras: "O nos das un aprobado general o el asunto llega al decano".
En mi vida me he topado con profesores que no necesitaban el rango de autoridad pública para defenderse de sus alumnos, y otros a los que ni ese blindaje les daría un mínimo de respetabilidad. Los estudiantes de mi época no pasábamos de gamberradas más o menos punibles. Lo que ocurre hoy me deja estupefacto. El factor padres es completamente distinto: han cambiado la complicidad con el maestro por la agresividad y la defensa ciega del "niño rey". No sé si la propuesta de Esperanza Aguirre (que el ministro Gabilondo, un tipo potable, ve con buenos ojos) mejorará el panorama en las aulas. Pero por algo hay que empezar.
16 septiembre 2009
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