Mañana llevamos en la portada del D7 un reportaje sobre la ampliación del Museo del Prado, con una fotografía de la fachada del "cubo de Moneo", la polémica remodelación del claustro de la iglesia de los Jerónimos. Lo más suave que hemos comentado en la sección sobre la obra de Rafael Moneo es que "parece la casa de cultura de algún pueblo del extrarradio", aunque sobre gustos no hay nada escrito. En cuestión de castillos, por ejemplo, prefiero los que están en ruinas a los que se mantienen en pie, por muy espectaculares que sean. Si me dan a elegir entre el castillo de Dunnottar, en Stonehaven (Escocia), y el de Neuschwanstein, en Alemania, me quedo con el primero, a pesar de que el imponente capricho de Luis II de Baviera, la fortaleza más famosa del mundo, compite por ser una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo. Pero uno tiene sus debilidades, y es un sentimental. Dunnottar fue la revelación de mi primer viaje a Escocia, hace ya 14 años. Unas vacaciones con amigos que siguen siéndolo. Nadie nos había prevenido sobre estas piedras acostadas sobre los siglos y los acantilados, con las aves marinas chillando por doquier y las espumas del mar humedeciendo sus cimientos. Llegamos a esta costa, al sur de Aberdeen, casi por casualidad. El castillo no tiene la fama de los de Edimburgo y Stirling; ni, por supuesto, del Eilean Donan, probablemente el más admirado de Escocia. Pero es de los lugares que te obligan a girar la cabeza varias veces cuando te estás yendo de ellos, pensando en volver, pensando en quedártelos.
Le he pedido a uno de los amigos que me acompañaba entonces que escriba un párrafo:
"La roca era como la punta de una lanza sobre la neblina y el mar. Exactamente la forma de un triángulo de acero, sólo que, en este caso, era piedra alfombrada de hierba, las murallas de la historia. Creo recordar que Mel Gibson rodó allí Hamlet, y lo cierto es que nada más aproximarnos a las ruinas de Dunnottar daban ganas de ir a buscar la armadura, el whisky de malta y las ganas de matar. Nosotros nos conformamos con sacar la cámara -analógica aquellos días, como el castillo- y disparar repetidamente sobre una de las siluetas más fotogénicas que recuerdo, una postal escocesa, un carrete entero en el coche de alquiler que nos llevaba de aquí para allá. El clic de alguna de aquellas fotos vuelve a desfilar, de repente, en la memoria. Ay, la vida que pasa".
Cuando en este reciente viaje le planteé al fotógrafo desviarnos de la ruta para visitar Dunnottar pensé por un momento que quizás mis recuerdos me estaban traicionando, que la cosa no sería para tanto. Me tranquilizó comprobar que el compañero se pulió una pastilla disparando su cámara como un poseso.
Foto: Miguel Berrocal
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