06 junio 2011

GRESCA EN EL VÉRTICE DEL MUNDO

El Himalaya fue el postrer escenario de la exploración humana en el planeta. Después de la victoria sobre los polos norte y sur, faltaba el tercer polo, la «diosa madre del mundo», y el resto de las cumbres de más de ocho mil metros de altura. Fue, sobre todo, una operación de orgullo nacional. Los ingleses pusieron sitio al Everest; los alemanes, al Nanga Parbat; los franceses, al Annapurna. Al prestigio se le unía la épica y una particular filosofía de la vida. Un clásico, Lionel Terray, hablaba de «la conquista de lo inútil». Walter Bonatti se refería a la «sinceridad de la montaña» en comparación con el ser humano. Para Reinhold Messner, «las grandes cumbres no son justas o injustas, simplemente son peligrosas». ¿Y la pregunta del millón? «¿Por qué quiero subir el Everest? Porque está ahí», contestó el legendario George Mallory, cuyo espíritu cayó prisionero del hielo en 1924 —su cuerpo fue encontrado 75 años después—. Sólo Mallory y su compañero Irvine saben la verdad de su éxito o fracaso. Para los anales quedará que Edmund Hillary y Tensing Norgay fueron los primeros en 1953. Hoy, las voces de los fantasmas y de los conquistadores de lo inútil apenas son un murmullo ahogado por el ruido de cientos de candidatos a la gloria, que se desea porque está ahí o porque se tienen 50.000 euros para alcanzarla.

La falta de soledad provoca atascos, choque de egos y, en definitiva, grescas como la que han protagonizado estos días los mediáticos Juanito Oiarzabal y Edurne Pasaban. «El Everest ya no es el reto deportivo de antaño. Se ha convertido en una montaña turística accesible para gente “normal”. Todo el mundo tiene derecho a intentarlo. Tampoco creo que debamos rasgarnos las vestiduras. La mayoría se concentra en la cara sur; las demás vías no las sube casi nadie. Y el resto del Himalaya está vacío», reflexiona Darío Rodríguez, director de Ediciones Desnivel y hombre clave en la difusión del alpinismo en nuestro país. «Actualmente es como el Monte Perdido, el Naranjo de Bulnes o el Cervino. Pretender ir en temporada alta y estar solo es una utopía. La economía del Valle del Khumbu depende de las expediciones que acuden cada año. Un sherpa —que no es el tipo desharrapado que vemos en las fotos antiguas— cobra 3.000 dólares (más un bonus por cima de 2.000). Con ese ingreso vive toda su familia durante un año. Podemos cerrar el Everest, empobrecer la región y, de paso, llenarnos la boca con los valores del alpinismo».

Darío Rodríguez suele debatir con Sebastián Álvaro, aventurero y director durante 27 años del programa de TVE «Al filo de lo imposible». Dos opiniones contrapuestas. «Ha entrado dinero en el circuito de forma descontrolada. Esto es un circo», señala Álvaro. «Las expediciones comerciales, que se valen de la pobreza de los países de la zona y de la corrupción de sus gobiernos, ponen en solfa los valores del alpinismo clásico. Existe más control para entrar en La Pedriza, un modesto espacio natural de la Sierra de Guadarrama, que para acceder a la base del Everest. La presión de un millar de personas al mismo tiempo sobre el glaciar del Khumbu es intolerable. Hemos pasado de campamentos pequeños a infraestructuras casi hoteleras en el Valle del Silencio. Los sherpas se han convertido en los únicos montañeros de verdad. Hay quien presume de subir sin oxígeno mientras lleva una tropa de porteadores por delante poniendo las cuerdas fijas, cargando con la impedimenta, haciendo huella, colocando las tiendas... y preparando un té con leche. Aún así, mucha gente se cree que es fácil cuando lo ve por televisión. Pero si te equivocas en la planificación puedes bajar con congelaciones o morir. Hay personas en lugares del Himalaya donde no deberían estar, igual que hacer 100 metros en menos de diez segundos no está al alcance de cualquiera».

Sebastián Álvaro recuerda que el suceso de 1996 en el Everest fue el primer indicio de que algo estaba cambiando. Ocho personas de diversas expediciones comerciales murieron el 10 de mayo como consecuencia de la mala preparación y las decisiones desafortunadas de los guías en medio de una tormenta; otras cuatro fallecieron durante las semanas siguientes por las graves lesiones sufridas. Dos libros cuentan distintas versiones de lo ocurrido: «Into Thin Air» (traducido al español como «Mal de altura»), del periodista norteamericano Jon Krakauer, y «La Escalada», del alpinista kazajo Anatoli Boukreev. Ambos formaban parte de aquellas expediciones lideradas por Rob Hall y Scott Fischer, congelados en la cumbre junto a unos clientes que no cejaron en su ambición porque habían pagado. Krakauer acusó a Boukreev de haber abandonado a los suyos debido a que subió sin oxígeno adicional, lo que mermaba su capacidad para ayudarlos. El hecho es que el kazajo, escalador de altísimo nivel, logró salvar la vida a tres de ellos. En 1997 una avalancha lo sepultó en el Annapurna. Si en algo estaban de acuerdo los supervivientes de aquellas cordadas del 96 es que la masificación y frivolización del Everest desencadenaron la tragedia.

Carlos Soria, 72 años, acaba de regresar del Lhotse, su undécimo ochomil, y aspira a conseguir el pleno a una edad en la que la mayor parte de la humanidad está para pocos trotes. En su opinión, «las expediciones comerciales existen desde hace mucho tiempo y no engañan a nadie. El rescate de Lolo Gonzaléz hace quince días en el Lhotse se realizó gracias a la intervención de Patagonian Brothers, la empresa de los hermanos Damián y Willy Benegas. El problema es la responsabilidad de cada uno. Hay que tener la mente despejada para darse la vuelta a tiempo. He visto a alpinistas que suben con grandes dificultades y siguen hasta el infinito. Y a 7.850 metros de altura poca gente acude al rescate. Si el que se ha perdido es un gran amigo tuyo puedes subir a morir con él».

«La montaña es lo que cada uno quiera hacer de ella. No es una meca romántica, ni un lugar para elegidos tipo Messner, ni un circo. La montaña es libertad, y es de todos», afirma Ángela Benavides, alpinista y periodista especializada en la materia. «Es cierto que hay picos muy masificados en el Himalaya, como el Cho Oyu y el Everest, y sería deseable un mayor control, la limitación de permisos y, tal vez, de equipamiento. Se habla mucho del oxígeno, pero las cuerdas fijas lo cambian todo radicalmente. En cuanto a los casos de frivolidad, creo que son raros. Puedes subestimar una montaña, fallar en la evaluación... Si es así, la montaña te pondrá en tu sitio».

1 comentario:

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