Dos héroes en apuros llegan a una encrucijada.
Uno está mordiendo el polvo (también el polvo de arcilla, circunstancia inédita) frente a un enemigo colosal. Una persecución planetaria, titulaba con brillantez un periódico el otro día tras el Djokovic-Murray, el mejor partido (por ahora) de la temporada. "Nadal ha tenido el atrevimiento de ganar a Federer en la era de Federer", dice Agassi. Más: le hizo llorar en la final del Abierto de Australia 2009. Esa rivalidad tenía un punto amable: el alumno se subía a las barbas del maestro, le cerraba las puertas de Roland Garros, le batía en un partido memorable (final de Wimbledon 2008), organizaba bolos benéficos con él... Ahora es otro rollo totalmente distinto. El príncipe es el rey, y el bufón, el Djoker, ha decidido derrocarle: ya no pierde el tiempo en imitaciones ni le molestan las lentillas, se ha convertido en una bestia parda que juega un tenis sin fisuras y grita como el increíble Hulk. Nadal tenía derecho a llevarse unos torneos "gratis", por galones, como antaño hicieron Federer y, sobre todo, Sampras, pero no, después de pegarse con el suizo le toca ahora hacerlo con el serbio, que no va a parar hasta que se le agote la última gota de combustible. Y puede que ese día ni siquiera esté Rafa enfrente.
El otro pedalea furiosamente en las laderas del Etna, no para escaparse de Nibali, Scarponi o Kreuziger, sino de la UCI, la AMA y el TAS. El futuro de Contador no depende de superar el sterrato del Monte Crostis, sino de la decisión de un puñado de burócratas. Presente rosa y, tal vez, futuro negro. En la carrera más dentada y más bella, el Coppi del siglo XXI podría estar corriendo hacia la nada, aunque no se lo pondrá fácil a Pat McQuaid y compañía: linchar a un héroe puede traer consecuencias.
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