Una guitarra y un violín atacan “Fisherman’s Blues”, la mejor canción de folk/rock de la historia. Mike Scott y sus colegas llevan dos horas de concierto frenético y poético (la mezcla es posible), decididamente tabernario (podía haber sido un pub de Edimburgo; en realidad era un garito madrileño sin humos, pero con cerveza y gin-tonics). Mike agradece el esfuerzo del público (“Hoy había partido de fútbol...”). De pronto me acuerdo, coño, un Bayern de Múnich-Real Madrid. Al 99,9 del respetable ese frente le importa un huevo, incluyéndome a mí, saturado como estoy del monotema que anega mi vida laboral. La velada me causa cierto estupor. Primero, que The Waterboys dé un concierto para 500 personas en el Teatro Kapital, cuando en otros tiempos hubieran llenado un recinto mucho mayor. Segundo, que sea uno de los mejores recitales que he visto en mi vida. Tercero, que haya ido acompañado de mí mismo y mis circunstancias. Después de pensarlo fría y detenidamente, la verdad es que hay una explicación para todo.
Cuando a mediados de la década de 1980 triunfaron con “This is the Sea”, el álbum que incluye su mayor éxito, “The Whole of the Moon”, el escocés Mike Scott y sus muchachos podrían haber seguido el camino de otros grandes de su quinta, como U2, pero en vez de explorar la veta más comercial decidieron dar un giro que selló el destino de la banda, publicando dos discos claramente volcados en el folk, “Fisherman’s Blues” y “Room to Roam”. El fichaje del irlandés Steve Wickham, a quien Mike describe como “el más grande violinista rock del mundo”, influyó en aquella decisión. Guitarra, violín y William Butler Yeats como fuente de inspiración. Temas dedicados a Pan, el semidiós pastoril que perseguía a las ninfas. Ese maravilloso “The Stolen Child”, con letra de Mr. Yeats (“Márchate, oh niño humano, a las aguas y lo salvaje, con un hada de la mano, porque hay en el mundo más llanto del que puedes entender”). Una gozada para el espíritu. Un mal negocio para llenar estadios. Por eso, casi treinta años después de “This is the sea”, The Waterboys toca en salas pequeñas ante un auditorio que prefiere esa propuesta a unas semifinales de Champions.
Mike Scott, que acaba de poner música a un puñado de letras del autor de “Los cisnes salvajes de Coole”, no sigue en este negocio por la pasta (como dependa de la recaudación de salas como Kapital, un teatro disfrazado de discoteca, o viceversa, lo lleva claro), sino por amor al arte. Por eso lo da todo en el escenario junto a Steve Wickham, único socio que le queda de la vieja banda, y otros músicos solventes, con esa voz suya tan peculiar, arrastrando las erres como buen escocés, sacándole el alma a su guitarra, desgreñado y con un punto lunático. Cuando interpretó “Glastonbury Song” me trasladó de golpe al verano de 1993, aquel primer viaje a Escocia acompañado de mi novia y unos amigos; nos compramos el CD en una tienda de discos de Princes Street, en Edimburgo, y la canción nos acompañó durante todo el trayecto. “Glastonbury Song” me suena a Highlands, castillos en ruinas asomados al mar, vacas melenudas, círculos de piedra, bed & breakfast regentados por abuelas y persecuciones de whisky y cerveza.
Lo cierto es que me hubiera gustado compartir la experiencia del 17 de abril de 2012 en la sala Kapital; encajo mal que mi gente se desprenda de parte de su equipaje sentimental con una facilidad pasmosa. Yo no puedo. Sin duda defecto de fábrica. Aunque tal vez esté equivocado y algunos recuerdos de los años 80 y, sobre todo, del verano de 1993 sean solo un sueño.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario