Me entero de que a Tolkien se le negó el Nobel de Literatura porque su prosa, según la Academia Sueca, “no estaba a la altura”, al tiempo que avanzo fatigosamente por la novela río más caudalosa de la historia, “Canción de hielo y fuego”, del escritor norteamericano George R. R. Martin, a quien se ha comparado con el autor de “El Señor de los Anillos”. En concreto estoy a punto de acabar el tercer tomo de la saga, “Tormenta de espadas”, más de mil páginas de folletón fantástico-medieval, escasas de acción, épica y pasión, y preñadas de intrigas surrealistas y personajes irrelevantes, como las entregas previas y (me temo) las que me quedan. El post está lleno de spoilers, aviso, aunque supongo que muchos de los que me lean estarán al corriente de lo que voy a contar, y a los demás les dará igual porque no piensan meterse en este embrollo.
En el tramo del río en que me encuentro dos de los improbables reyes que compiten en el “juego de tronos” son asesinados de una manera absurda: Joffrey, un niñato cruel que ordena la ejecución del que creí protagonista de la saga, Ned Stark, palma envenenado en su propio banquete nupcial; y el hijo de Ned, Robb, un adolescente imbatido en batallas que no se relatan en ninguna parte, es víctima de una traición que el lector adivina desde el minuto uno. La técnica narrativa (cada capítulo se desarrolla bajo la perspectiva de un personaje) le sirve al hábil George para crear tramas paralelas, provocar ansiedad en los lectores con giros sorprendentes y ahorrarse muchas explicaciones. En las primeras dos mil quinientas páginas le compré la mercancía, es decir, esperé pacientemente a recuperar los hilos argumentales. Pero últimamente se me olvida dónde y cómo se ha quedado el desdichado en cuestión. Lógico: hace doscientas o trescientas páginas que no sé nada de él. O sea que tengo que rebobinar hasta el capítulo donde George lo dejó tirado. Tampoco soporto ya que el autor me tome el pelo. Si deja a Jon Nieve jodido y no lo retoma hasta una eternidad después, pues me salto los capítulos intermedios para ver qué coño le pasa. En fin, un cachondeo.
Un consumidor de género fantástico debe asumir muchas cosas. Lo hice con Tolkien. Lo hice con Lost. Incluso lo hago con el folletón de George R. R. Martin: no solo doy por bueno que una chica de quince años amamante dragones o que espectros maléficos amenacen ese mundo imaginario, sino que los cuervos sean un sistema de comunicación casi tan infalible como el correo electrónico. No me escandalizan el incesto, el machismo o la ultraviolencia (por muy gratuita que sea). Me aburren los interminables meandros de este río, como la peripecia de Arya desde que escapa de Desembarco del Rey hasta que llega a Salinas; los afluentes sin caudal (los apéndices de cada tomo están llenos de ellos: cortesanos, banderizos y asimilados, todos prescindibles) y los sueños licantrópicos de relleno que tratan, en vano, de insuflar un toque poético al conjunto. Y, seamos sinceros, me jode la comparación.
“Frodo lives!” se convirtió en un eslogan de la contracultura de los años 60 y 70, cuando “El Señor de los Anillos” no había calado en la crítica ni en el público. Ni, por supuesto, en los genios de la Academia Sueca. Allá ellos, que prefirieron a un tal Ivo Andrić, perdón por mi ignorancia. Hay quien asocia la frase al hecho de que el portador del anillo viviría eternamente con los elfos, o a una simple reivindicación de la obra. Para mí tiene que ver con la “credibilidad” de los personajes. Frodo vive; es decir, existe. “Crear un mundo secundario en el que un sol verde resulte admisible ha de exigir una habilidad especial, algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio primario y más puro”, escribió Tolkien. Un servidor podría hablar de Gandalf, Aragorn, Frodo, Sam y demás miembros de la Compañía del Anillo como si los hubiera invitado a cenar ayer a mi casa, pero ni los personajes ni las historias de “Canción de hielo y fuego” me resultan creíbles, ni siquiera en el reino de las hadas. John Ronald Reuel Tolkien y George Raymond Richard Martin solo tienen en común la doble erre de su nombre. Bueno, y que ninguno de los dos ganará el Nobel. Pero el relato de la batalla de los Campos del Pelennor no está al alcance del orondo y barbudo escritor de New Jersey. Entre otras cosas.
Ahora, la pregunta del millón: ¿Por qué sigo con esto? Todavía me quedan cuatro tomazos, cuatro. Toda una vida. Podría rendirme en este momento y nunca me lo reprocharía. No hay una única respuesta. Tal vez porque, a pesar de todo, me entretiene. O porque soy incapaz de abandonar una novela, aunque sea una novela río, cuestión de orgullo. O porque envidio a GRRM, o mejor dicho su cuenta corriente, e igual me muestra el camino. O porque la serie de televisión me pareció brillante (desde luego, mejor que la versión literaria). O porque se lo debo a Tyrion, el Gnomo, el único personaje que demuestra inteligencia. O porque me gustaría saber qué coño le ha pasado a Benjen Stark, individuo que desapareció sin dejar rastro miles de páginas atrás... Lo que siento de verdad es no tener los libros en un Kindle en vez de ocupando medio metro en una estantería.
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1 comentario:
Lo has dicho todo, tal cual es... Felicidades (después de haber leído cinco libros, esperado 10 años entre TdE y DdD y haber visto tres temporadas)... Tolkien vive...
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