Hace unos años, en los tiempos en que los emisarios de Zapatero negociaban con los etarras y el Gobierno intentaba que las víctimas molestaran lo menos posible, asistí a una rueda de prensa en Moncloa del entonces presidente de la AVT, Francisco José Alcaraz, que había sido recibido por ZP. Alcaraz perdió a un hermano y dos sobrinas en el terrible atentado de la casa cuartel de Zaragoza perpetrado por ETA en 1987. En su comparecencia ante los medios pidió que los políticos no negociaran con los asesinos, que aquello acabaría como siempre, con más sangre, con más dolor. A mi espalda escuché el comentario de una colega: "¿Pero qué coño se ha creído este tío, que manda en España?". Me di la vuelta y comprobé que otros periodistas le daban la razón a la primera, incluso llegaron a sugerir que Alcaraz había perdido la cabeza. El caso es que la tregua acabó como siempre. Un bombazo en la T4, el 30 de diciembre de 2006, causó la muerte de dos personas.
Hay quien piensa que muchos de los familiares de los 858 asesinados por ETA son como Francisco José Alcaraz, Maite Pagazaurtundua, Daniel Portero, Irene Villa, Mari Mar Blanco o Mikel Buesa, tipos que tienen un protagonismo mediático que jamás hubieran deseado, pero que han asumido de forma ejemplar para denunciar a quienes buscan atajos en la lucha antiterrorista. Gentes a las que llamas para que te den un titular y a las que puedes juzgar, si te apetece, con la frivolidad (por no decir algo peor) que usaron esos colegas en la citada rueda de prensa. Pues no. Las víctimas desean, en su inmensa mayoría, que las dejes en paz, que no las molestes, que no les metas un micrófono en la boca... que, en definitiva, no les refresques la brutalidad del pasado. Un pasado que no olvidan, por supuesto, pero que no tienen por qué contar a un periodista.
Esta semana he tenido suerte, dentro de lo que cabe, ya que ninguna de mis llamadas a un puñado de desconocidos se cortó bruscamente, con broncas o descalificaciones, sino con palabras secas, disculpas educadas y hasta lágrimas.
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