03 septiembre 2010

FIGNON

Sin villano, no habría películas; sin Fignon, no se podría contar la película del ciclismo de los años 80, el ciclismo de Hinault, Perico, Lemond, Roche, Bernard, Rooks, Theunisse, Kelly, Mottet..., el de las batallas sin cuartel que me hicieron enamorarme de este deporte antes de que el dopaje sistemático lo quebrara. El irascible y rebelde Laurent se reconoció un pastillero, pero quien piense que ha encontrado la causa-efecto no tiene ni puta idea del cáncer, que es casi lo mismo que decir que no tiene ni puta idea de la vida. No había pinganillos, así que la única consigna evidente era repartir estopa. Si se podía, claro. Y Fignon pudo muchas veces. Recuerdo el Tour de 1987 como el mejor de mi historia. El del 89 fue el primero que vi en directo: dos etapas pirenaicas, una en las rampas del Aubisque (con victoria en la meta de Cauterets de un tal Indurain) y otra en las de Superbagnères (con ataque lejano de Perico). Hice el viaje con unos colegas: tiempos de saco de dormir, latas de fabes e infiernillo. Aquel Tour lo perdió Fignon por 8 segundos en una contrarreloj legendaria en París. Greg Lemond, un chuparruedas que nunca fue santo de mi devoción, le robó la cartera gracias al manillar Scott. Como en la mayoría de las pelis, el malo mordió el polvo. Pero también se humanizó. Hoy me acuerdo de su melena rubia, de sus gafitas y de su mala leche y confieso que, pese a todo, merece estar en mi equipaje sentimental.

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