Lance Armstrong superó el infierno del cáncer y ganó el Tour de Francia siete veces consecutivas. Tengo tres libros sobre él (dos biografías autorizadas y un álbum de fotografías) que hojeo a menudo porque me encanta el ciclismo, y una pulsera amarilla de Livestrong porque me solidarizo con su lucha contra la enfermedad. Ya he escrito sobre los motivos que, en mi opinión, le animaron a descolgar la bici y regresar a la competición. No oculto que nunca ha sido santo de mi devoción, y no por nacionalismo: mi primer ídolo fue Eddy Merckx y siempre he admirado a Bartali, Coppi, Bobet, Anquetil y otros ciclistas de la edad heroica a los que no vi correr. Por lo tanto mi antipatía hacia Armstrong no se alimenta con las putadas que le ha hecho y que le va a hacer a Alberto Contador en este Tour, ya sea negociando abanicos con otros equipos o minando el ánimo de su "compañero" con declaraciones a la prensa o con mensajitos en Twitter. Entonces, ¿por qué no quiero que Armstrong gane el Tour? Porque asocio su época "medicalizada" y su imbatibilidad a la muerte del mito y de todas las formas épicas que lo engrandecen. Rodeado de grandes corredores (rivales convertidos en ayudantes a golpe de talonario), siempre bloqueó la carrera y convirtió sus victorias en julio en algo funcionarial. "En otras épocas se ponía en juego una dramaturgia cuyas dos instancias esenciales eran la inspiración sublime y el decaimiento trágico de los héroes, dramaturgia que mantenía y vivificaba el mito", escribe Marc Augé en su "Elogio de la bicicleta" (editorial Gedisa). "Como en La Iliada, los héroes más vulnerables, los héroes con un talón de Aquiles, eran los más fascinantes". Armstrong volvió de la muerte, es cierto, pero sobre el asfalto humeante del Tour fue él quien acabó con la epopeya. El americano jamás entregó una imagen doliente como los grandes campeones de antaño, como Indurain en Les Arcs, en 1996. Al contrario: ganó 7 veces, se fue a su casa, descansó tres años y ahora pretende ganar una octava como si tal cosa. Para reconstruir el mito, para que el ciclismo no pierda su parte de humanismo es necesario que este tipo se derrumbe en los Alpes, que el capítulo final de su carrera incluya la palabra "derrota".
14 julio 2009
POR QUÉ NO QUIERO QUE ARMSTRONG GANE EL TOUR
Lance Armstrong superó el infierno del cáncer y ganó el Tour de Francia siete veces consecutivas. Tengo tres libros sobre él (dos biografías autorizadas y un álbum de fotografías) que hojeo a menudo porque me encanta el ciclismo, y una pulsera amarilla de Livestrong porque me solidarizo con su lucha contra la enfermedad. Ya he escrito sobre los motivos que, en mi opinión, le animaron a descolgar la bici y regresar a la competición. No oculto que nunca ha sido santo de mi devoción, y no por nacionalismo: mi primer ídolo fue Eddy Merckx y siempre he admirado a Bartali, Coppi, Bobet, Anquetil y otros ciclistas de la edad heroica a los que no vi correr. Por lo tanto mi antipatía hacia Armstrong no se alimenta con las putadas que le ha hecho y que le va a hacer a Alberto Contador en este Tour, ya sea negociando abanicos con otros equipos o minando el ánimo de su "compañero" con declaraciones a la prensa o con mensajitos en Twitter. Entonces, ¿por qué no quiero que Armstrong gane el Tour? Porque asocio su época "medicalizada" y su imbatibilidad a la muerte del mito y de todas las formas épicas que lo engrandecen. Rodeado de grandes corredores (rivales convertidos en ayudantes a golpe de talonario), siempre bloqueó la carrera y convirtió sus victorias en julio en algo funcionarial. "En otras épocas se ponía en juego una dramaturgia cuyas dos instancias esenciales eran la inspiración sublime y el decaimiento trágico de los héroes, dramaturgia que mantenía y vivificaba el mito", escribe Marc Augé en su "Elogio de la bicicleta" (editorial Gedisa). "Como en La Iliada, los héroes más vulnerables, los héroes con un talón de Aquiles, eran los más fascinantes". Armstrong volvió de la muerte, es cierto, pero sobre el asfalto humeante del Tour fue él quien acabó con la epopeya. El americano jamás entregó una imagen doliente como los grandes campeones de antaño, como Indurain en Les Arcs, en 1996. Al contrario: ganó 7 veces, se fue a su casa, descansó tres años y ahora pretende ganar una octava como si tal cosa. Para reconstruir el mito, para que el ciclismo no pierda su parte de humanismo es necesario que este tipo se derrumbe en los Alpes, que el capítulo final de su carrera incluya la palabra "derrota".
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